en el viaje hubiera sido, incluso, menor.
bamos de leer en el apócrifo de Santiago. Si José tuvo que refugiar a María y a sus hijos en una cueva y salir en busca de una partera es porque, seguramente, estaba solo. De no haber sido así, los restantes miembros de la caravana, entre los que hubiera habido mujeres, le habrían ayudado con presteza.
Por otra parte —y si tenemos en cuenta el gran mo- mento que estaba a punto de producirse—, era compren- sible que el «equipo» de «astronautas», que debía seguir a José y a María muy estrechamente, no deseara la presen- cia de demasiados testigos.
Y nuevamente me fascina la historia que proporcionan los Evangelios apócrifos. ¿Por qué? Precisamente porque en «esa mitad del camino» entre Nazaret y Belén —quizá muy cerca de la corriente del Jordán o de algunos de sus afluentes— iba a tener lugar el formidable nacimiento del enviado.
Este nuevo enfoque de la Historia sí resulta mucho más racional y sensato, como veremos a continuación...
¿llegaron realmente a belén?
Creo que, como casi todo el mundo, siempre di por buena aquella explicación tradicional sobre el nacimiento de Jesús en un pesebre.
Sin embargo, un buen día, al leer los textos apócrifos, caí en la cuenta de algo que no encajaba...
Y acudí de nuevo al Evangelio canónico —al de san Lucas (2,1-7)— pero seguía sin entenderlo.
¿Cómo podía ser que un hombre como José, artesano y, por tanto, con ciertas posibilidades económicas, y con familia, amigos y hasta antepasados en la aldea de Belén, no pudiera encontrar alojamiento en dicha población?1
No lo entendía...
Cuanto más meditaba sobre ello, más clara se presen- taba ante mi espíritu la realidad de una lamentable «lagu- na» en los Evangelios canónicos. A excepción de Lucas y de otra cita fugaz por parte de san Mateo (2,1) sobre
1. José, en hebreo «Josef», quiere significar «que Dios añade otros niños al que acaba de nacer». Era hijo de Jacob o de Helí, de la fami- lia de ¡David.
el lugar del alumbramiento de Jesús, el resto de los evan- gelistas «oficiales» no hace mención de un dato tan «perio- dístico» y emotivo como el de la «patria chica» del «En- viado».
Pero no nos separemos del carril principal de este cu- rioso asunto.
La propia Biblia de Jerusalén, al comentar el Evangelio de Lucas (página 1460) dice textualmente refiriéndose al problema de la falta de posada en Belén:
«2.7 (b) Mejor que una posada (pandojeion), la pala- bra griega katalyma puede designar una sala en la que se alojaba la familia de José. Si éste tenía su domicilio en Belén, se explica mejor que haya regresado allí para el censo y también que haya traído a su joven mujer en- cinta.»
Y prosigue este interesante comentario:
«El pesebre, comedero de ganado, estaba sin duda ins- talado en una pared del pobre albergue, y éste se hallaba tan lleno que no pudieron encontrar lugar mejor para recostar al niño. Una piadosa leyenda ha dotado a este pesebre de dos animales...»
Aquí hay, al menos, una contradicción. Si los exégetas y teólogos católicos reconocen que José podía tener su domicilio en Belén, ¿por qué dirigirse a una posada o a un pesebre?
Tampoco perdamos de vista esa curiosa anotación de los dos animales, considerada por la propia Iglesia como «una piadosa leyenda...»
Voy más allá, incluso. Es muy probable que José hubiera participado en la construcción de algunas de las casas de Belén. La naturaleza de su profesión lo hace perfectamente verosímil. Pero, aunque esto no fuera así, es inadmisible que entre esos cientos de vecinos que vivían en la aldea —de donde procedía toda la familia del artesano, no lo olvidemos— no hubiera uno solo que permitiera a María descansar o refugiarse en su hogar. Y si no en sus habita- ciones, al menos en los patios interiores de dichas vi- viendas.
Bien por dinero, por lazos familiares, por amistad o por caridad, estoy seguro que alguien hubiera ofrecido su casa a José y a su mujer. Y si, para colmo, José disponía de su propio domicilio, ¿cómo podemos imaginar a María dando a luz en un foco de infecciones tan peligroso como un establo? Jesús debía nacer de forma humilde, lo sé, pero ese honroso gesto no tiene por qué estar reñido con un
mínimo de higiene. Y la verdad es que, de acuerdo con los apócrifos, Jesús iba a nacer en un lugar mucho más olvi- dado y deplorable...
No olvidemos que el pueblo israelita —por tradición— era y es un pueblo absolutamente hospitalario. Y mucho más para con sus amigos y familiares. Y con más justi- ficación —me atrevo a añadir— si hubieran notado el estado de gestación de la esposa del carpintero.
No me contento, por tanto, con esa frágil excusa de san Lucas cuando dice:
«... Y sucedió que, mientras ellos estaban allí, se le cumplieron los días del alumbramiento, y dio a luz a su hijo primogénito, le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre, porque no tenían sitio en el alojamiento.»
Tiene, al menos para mí, mucho más sentido que José y María se vieran obligados a entrar en una cueva —no en un establo— porque, sencillamente, tal y como exponen el Protoevangelio de Santiago y el Evangelio apócrifo de san Mateo, «el momento del parto sobrevino en pleno camino hacia Belén».
Esto, obviamente, tiene más sentido...
¿Por qué entonces san Lucas afirma que «se cumplieron los días del alumbramiento mientras ellos estaban allí»?
La exposición del evangelista, en mi opinión, es dudosa. Si José y su gente llevaban ya varios días en Belén —como parece deducirse de las palabras de Lucas—, ¿dónde dor- mían o descansaban?
Si José, efectivamente, era de la casa y familia de David, lo lógico es que tuviera familia en aquella población. En ese caso, lo «ilógico» hubiera sido que llevara a María hasta la posada o alojamiento. Y muchísimo menos a un establo.
Tal y como señala Santiago, a María, todavía camino de Belén, le debieron llegar las primeras señales o molestias del inminente parto.
¿Y qué podía hacer José en pleno descampado? Él mismo, en dicho apócrifo, exclama:
«¿Dónde podría yo llevarte para resguardar tu pudor?, porque estamos al descampado.»
Imagino el trance del carpintero, acostumbrado al trajín de su ruda profesión, pero incapaz de saber «por dónde empezar» en un alumbramiento...
Y, como primera medida, tanto José como sus hijos optarían por buscar alguna casa, cualquier refugio donde llevar a la parturienta.
Ese lugar de emergencia —según los textos apócrifos— fue precisamente una cueva subterránea, no un establo.
El Evangelio de la Natividad, de Mateo, revela algunos puntos decisivos en este mismo sentido. Veamos:
«... Mandó el ángel parar la caballería, porque el tiem- po de dar a luz se había echado ya encima. Después mandó a María que bajara de la cabalgadura y se metiera en una cueva subterránea, donde siempre reinó la oscuridad, sin que nunca entrara un rayo de luz, porque el sol no podía penetrar hasta allí.»
Santiago, por su parte, como ya hemos visto, dice que «encontrando una cueva, la introdujo dentro, y, habiendo dejado con ella a sus hijos, José se fue a buscar una partera hebrea en la región de Belén».
UN FÉRREO CONTROL
De nuevo, y absolutamente a tiempo, aparece ante el grupo un «ángel» del Señor.
No resulta difícil sospechar que el «equipo» de «astro- nautas» debía estar trabajando en aquellos últimos mo- mentos «con los cinco sentidos».
Si la joven Virgen hubiera llegado a Belén antes de «romper aguas», todo se habría complicado. ¿Cómo «ac- tuar» en plena aldea? ¿Cómo evitar el revuelo que, sin duda, provocaban las naves? Y lo más grave: de haber nacido Jesús en Belén, la noticia de su llegada al planeta habría llegado a los oídos del temido Herodes el Grande mucho antes de lo necesario y de lo previsto. No olvidemos que la aldea está a muy corta distancia de Jerusalén.
Quizá, aunque a nosotros nos parezca increíble, fuera preciso ganar tiempo. Y ese lapsus podía proporcionarlo un nacimiento a distancia, «a mitad de camino entre Naza- ret y Belén». No todo concluía con el alumbramiento de Jesús...
Y, naturalmente, dentro de esta teoría general —no ol- videmos que sólo se trata de una hipótesis de trabajo—, el momento y el lugar exactos del parto debían estar perfec- tamente estudiados por parte de los tripulantes de las naves. Y, de la misma manera, estoy persuadido que los «astronautas» no habían perdido —ni por un segunde
el control de las constantes físico-biológicas de María. Si nosotros somos capaces hoy de controlar desde Houston el ritmo cardíaco, la respiración o la presión sanguínea de los hombres que pasean por la Luna o que giran en torno al planeta, ¿qué no podrían lograr unas civilizaciones tan sumamente adelantadas?
Era natural que este «chequeo» a distancia fuera ex- tremadamente riguroso. Dos mil años largos de prepara- ción no podían naufragar ahora, ante cualquier contin- gencia...
Jamás «los cielos» habían estado tan pendientes de una niña y del asno que la llevaba. Nuestros médicos también habrían actuado así.
Y si ese «mareaje» sobre la persona de María y de cuantos la rodeaban era realmente así de férreo, no tiene nada de particular que, en el momento crítico, uno o va- rios de los «astronautas» descendieran a tierra y detuvie- ran la marcha del grupo. Una marcha que, quizá, José o la propia Virgen se habían encargado ya de congelar, ante las primeras molestias.
Y se presenta aquí otro interesante dilema:
¿Sufrió María de los conocidos dolores previos al parto?
La Iglesia, amparándose en el, a veces, agujereado «paraguas teológico», ha llegado a afirmar que no, que la Virgen no pudo sufrir esos dolores «puesto que era la única criatura sobre la Tierra que había nacido sin culpa original».
Respeto esta opinión pero, francamente, me cuesta trabajo creerlo...
En los Evangelios apócrifos se especifica claramente «que le habían llegado los primeros síntomas...» Claro que la palabra «síntomas» puede querer significar muchas cosas.
¿UNA PARALIZACIÓN?
Pero volvamos con los «astronautas»...
La gravedad y responsabilidad debían ser tales en aquellos momentos que —según mi punto de vista— una
o varias naves espaciales tenían que estar muy próximas. Pendientes. Dispuestas. Alguna, incluso, aterrizada ya muy cerca de la cueva...
Y quizá una de las primeras medidas adoptadas por el «equipo» fue la paralización de cuanto existía junto a la gruta y en un amplio radio.
También es posible que esa «paralización» se debiera a la extrema proximidad de los vehículos de los «astro- nautas».
¿Que por qué hablo de paralización?
Los pasajes del apócrifo de Santiago, y en los que José trata inútilmente de echar a correr en busca de una partera, son elocuentes.
Cuando los leí por primera vez no daba crédito a lo que tenía ante mí.
E invito al lector a que lo repase con suma calma...
¿Es que puede concebirse —y escrito hace dos mil años— una fórmula más hermosa y plástica para descri- bir una paralización de hombres, animales y de la propia Naturaleza?
Para el «testigo», para José, la única explicación que quizá podía encajar en su cerebro era que «todas las cosas eran en un momento apartadas de su curso normal».
¿Y qué otra cosa es una paralización masiva?
La causa de este enigmático fenómeno habría que bus- carla posiblemente, como ya he adelantado, en los si- guientes e hipotéticos hechos:
Ante la inminencia del parto, algunas de las naves, ló- gicamente, se vieron obligadas a descender sobre la zona. Es posible, incluso, que tomaran tierra. Y que esa «apro- ximación» a la gruta subterránea implicara una mayor o menor paralización de cuanto se movía en torno al punto elegido. Una paralización que pudo ser instantánea o de una cierta duración en el tiempo...
En este caso, el fenómeno habría estado absoluta y deliberadamente provocado por los «astronautas». En el fondo quizá se trataba de una elemental medida de se- guridad...
También cabe pensar que fue un hecho fortuito, origi- nado por los potentes campos magnéticos o electromagné- ticos de dichas naves.
Al establecerse o aterrizar a tan corta distancia, todo lo que entró dentro de su radio de acción se vio así afec- tado.
Y hombres, ovejas, pájaros, viento, etc., quedaron como
«congelados». Y entre ellos, José, quien, a pesar de «no poder avanzar», se daba cuenta de todo...
¿Qué me recuerda esto?
Sencillamente, otros muchos casos de misteriosas pa- ralizaciones, experimentadas por decenas de testigos ovni en nuestros días...
EL PILOTO QUE QUEDÓ INMOVILIZADO
He aquí, como una prueba infinitesimal de lo que digo, algunos hechos, todos ellos investigados personalmente por mí y que ponen de manifiesto la posibilidad de dicha paralización.
Hace algunos años —y así ha quedado detallado en mi libro Cien mil kilómetros tras los ovnis — un piloto espa- ñol de líneas aéreas, Antonio Manzano, me contó cómo una madrugada, cuando caminaba por la zona llamada «El Cobre», en la provincia de Cádiz, observó un extraño ob- jeto luminoso posado en tierra...
«Yo estaba cazando —me dijo— y llevaba una linterna en mi mano. De pronto, al remontar un pequeño cerro, vi en la vaguada siguiente una especie de disco muy lumi- noso, aterrizado. Me encontraba a corta distancia y, al intentar avanzar hacia aquella "cosa" tan llamativa, me vi paralizado. Pero no era de miedo...
»Yo podía ver y sentir. Sin embargo, mis músculos no obedecían. Era imposible seguir o retroceder. ¿Qué me estaba pasando?...
«Recuerdo que a pocos pasos de aquel disco de luz blanca e intensísima había alguien. Me pareció un hombre, pero más alto de lo normal. Al menos, de dos metros.
«Estaba dándome la espalda y en actitud de contemplar algún detalle del objeto. Llevaba una especie de "mono" metalizado, como si fuera una vestimenta de una sola pieza.
»A1 cabo de unos segundos empezó a caminar hacia el disco. Se inclinó y se introdujo por la parte inferior del objeto. Después ya no lo vi más.
»Y poco tiempo después, aquel aparato cambió de color. Ascendió lentamente y a pocos metros de tierra volvió a estabilizarse. Y ante mi asombro, se alejó a una velocidad
endemoniada. ¡Y lo perdí en el horizonte en menos de cinco segundos!
»En ese momento, al perderlo de vista, recobré el mo- vimiento. Mi linterna, sin embargo, seguía apagada. Y el reloj de pulsera estaba detenido. Ya no he podido lograr que funcione...»
EL CASO DEL EBANISTA-ENCOFRADOR
Otro caso de paralización tuvo lugar en 1978, en la zona minera de Gallarta, en el País Vasco.
El testigo principal fue un modesto ebanista y encofra- dor, Juan Sillero, que vive en una casa situada en el paraje denominado «La Florida», en el citado término vasco de Gallarta.
Una noche —y según me explicó Sillero— sintió un zumbido extraño y potente. Se asomó al balcón de su casa y quedó aterrorizado. Frente a él, a escasa distancia, había un enorme disco —de unos cincuenta metros de diáme- tro— que brillaba como jamás había visto en su vida.
El aparato parecía estar en dificultades...
«Sí —comentó el testigo— estaba inmóvil y en una posición muy forzada. En lugar de estar horizontal, el disco se había situado "de canto". Tenía unas largas "pa- tas" o tubos que a punto estuvieron de quebrarme el tejado.
«Cuando quise darme cuenta, me encontré como aga- rrotado. ¡No podía moverme!...»
Al preguntarle a Juan Sillero si aquella súbita parali- zación podía deberse al miedo, el ebanista respondió que no, que aquella situación se prolongó únicamente hasta que el objeto se perdió muy lentamente por detrás de un pinar que da sombra a la casa de Sillero.
«Me asusté —añadió— pero no fue ésa la razón de mi inmovilidad. Aquel objeto, estoy seguro, era la causa de que yo no pudiera siquiera gritar...»
UN CAMPESINO IGUALMENTE PARALIZADO
El caso de Valensole es también muy revelador.
En su día fue investigado por mi buen amigo J. C. Bo- rret, así como por la Gendarmería francesa.
Todo sucedió en 1965, a unos dos kilómetros al noroeste de Uclensole, centro de cultivo de espliego, y cabeza de partido de casi dos mil habitantes, en el departamento de los Alpes de Haute-Provence.
El testigo fue un agricultor de unos cuarenta años. Un hombre igualmente serio e incapaz de inventar una historia tan asombrosa como aquélla...
«En la mañana del 1 de julio —cuenta el protagonista— yo me encontraba en un campo de espliego de mi propie- dad. Trabajaba en las faenas del escordio y a eso de las seis de la mañana, mientras hacía un alto en el trabajo, escuché un pitido breve. Yo no vi nada y pensé que quizá alguno de los helicópteros de la Fuerza Aérea había tenido algún problema, aterrizando en las proximidades.
»Me dirigí rápidamente hacia el lugar del que había procedido el ruido y, al dejar atrás un montón de piedras que me tapaba la visión, observé —como a unos cien metros— un objeto muy raro, posado en uno de los cam- pos de espliego. Aquello me indignó...
»Y apresuré la marcha.
»Pero conforme avanzaba hacia el supuesto helicópte- ro comprendí que "aquello" no era un helicóptero...
»Era como un balón de rugby, con un tamaño aproxima- do al de un coche "Dauphine".
»¡Qué extraño! —pensé—, pero seguí caminando.
«Junto al "huevo" había dos hombres. Mejor dicho, dos "niños". Ésa fue la primera impresión que recibí, mientras me acercaba. Pero, ¿qué hacían dos "niños" en mi campo de espliego y junto a un aparato tan raro?
»Y mentalmente reconocí que no podían ser niños...»
El campesino llegó hasta unos diez metros. Según sus propias palabras, los dos seres estaban ligeramente aga- chados. Uno le daba la espalda y el otro se hallaba de frente. El propietario del campo asegura que ambos mira- ban —y con gran curiosidad— una de las plantas de es- pliego.
«... Y cuando estaba ya a cosa de ocho o diez metros —continuó el testigo— el individuo que estaba frente a mí me vio. Los dos se irguieron. Y el que me había estado
dando la espalda levantó su mano derecha y me mostró •—eso creí yo entonces— un objeto pequeño. A partir de ese instante, no me pude mover. Quedé como agarrotado. Y el caso es que me daba cuenta de todo: veía, sentía, escuchaba...
«Aquel ser metió rápidamente el objeto en una "cartu- chera" que llevaba al cinto y allí se quedaron, frente a mí, como si discutieran.
»—¿Cómo eran los "niños"?
»—Bueno, no eran niños. Eso lo vi claro. Eran "hombre- citos" de un metro, o poco más, de altura. Las cabezas eran grandes. Desproporcionadas respecto al resto del cuerpo. Vestían un buzo azul oscuro y a los lados llevaban una es- pecie de estuches. El de la derecha más voluminoso que el de la izquierda.
»Su piel era lisa y de una tonalidad muy similar a la de los europeos. No tenían párpados y sus ojos eran como los nuestros. Sus bocas, en cambio, eran un simple agu- jero redondo. No tenían barbilla y sus cabezas estaban totalmente calvas. Éstas parecían salir directamente de los hombros, sin cuello alguno.
»E1 resto del cuerpo parecía normal: brazos, piernas, etcétera. Durante algún tiempo, como le digo, aquellos dos seres hablaron entre sí, pero como si discutieran. Emitían un sonido gutural indefinible para mí...
»Y, curiosamente, aunque no podía mover ni la cabeza, tampoco experimenté miedo. Aquellos dos seres infundían una gran tranquilidad.
»Después, al cabo de unos minutos, treparon ágilmente por el aparato. Primero ayudándose con la mano derecha. Después, con ambas. Y una vez en el interior del objeto, una puerta corredera se cerró de abajo arriba, como si se tratara de la puerta de un archivador.
»E1 "balón de rugby" tenía en su parte superior como una cúpula trasparente. Algo así como el plexiglás. Y allí aparecieron de nuevo los dos seres.
»—¿Usted seguía inmóvil?
»—Completamente.
»—¿Y qué pasó?
»—Pues que aquel aparato —de casi tres metros de altura— emitió un ruido sordo. Se elevó cosa de un metro sobre el suelo y comenzó a desplazarse hacia las colinas. Los dos extraños seres permanecieron todo el tiempo de cara a mí.
»Cuando el aparato aquel había recorrido unos treinta
metros, su velocidad se hizo asombrosa y lo perdí de vista en cuestión de décimas de segundo.
»Y allí seguí yo, todavía paralizado, por espacio de unos diez o quince minutos más. Después, al cabo de ese tiempo, recobré la normalidad.
»Cuando pude acercarme al sitio donde había estado el "huevo" observé una zanja de escasa profundidad y de un metro y veinte centímetros de diámetro. En el centro había un agujero cilindrico de 18 centímetros de diámetro y 40 de profundidad. Y cuatro surcos poco profundos, de una anchura de 8 centímetros y de una longitud de 2 metros.
»Estos surcos formaban una cruz cuyo centro geomé- trico pasaba por aquel agujero.»
El espliego no volvió a crecer en aquel lugar hasta diez años después. Y nadie se explica la razón.
Los casos de paralización, en fin, se harían intermi- nables. Para los que investigamos la presencia ovni en nuestro mundo, es evidente que estos tripulantes disponen de los oportunos sistemas para evitar que los humanos se aproximen a sus naves o, sencillamente, para «congelar» la capacidad de movimiento de los intrusos.
Incluso —como en el caso del piloto y del ebanista- encofrador— el ingreso voluntario o involuntario por parte de los testigos en una determinada área, próxima a los vehículos espaciales, pueda afectar a dichos testigos, bien paralizándoles o provocando en ellos síntomas de desfalle- cimiento, mareos, etc.
Los campos magnéticos o electromagnéticos de que parecen gozar estos objetos a todo su alrededor —como si se tratara de un «escudo» o «colchón» protector— ori- ginan frecuentes alteraciones en los motores de explosión de coches, motocicletas, etc., así como en los circuitos eléc- tricos o electrónicos, pantallas de televisión, ondas de radio y un largo etcétera.
Los casos dados en Ufología son prácticamente incon- tables.
Esto me lleva a sospechar que en aquellos momentos —hace dos mil años— el influjo de los campos de fuerza de la nave o de las naves espaciales que se hallaban cerca de la gruta donde estaba a punto de nacer Jesús, hubiera podido ocasionar estas mismas reacciones, en el supuesto de que hubieran existido tales vehículos.
Al no disponer de sistemas eléctricos o motores, esa acción —puramente artificial— se dejó sentir únicamente
en los seres vivos o en todo aquello que podía tener mo- vimiento.
Para colmo, la descripción del apócrifo de Santiago aporta otro «detalle» altamente significativo:
Según el autor, «la totalidad de los hombres de los alrededores tenían sus rostros mirando hacia arriba».
Pero, ¿a causa de qué?
Aquella paralización general, en mi opinión, tenía que haber estado precedida —al menos durante segundos o décimas de segundo— por aquel gesto colectivo de «mirar hacia arriba».
Y así quedaron.
Pero vuelvo a plantear la pregunta: ¿por qué precisa- mente con los rostros mirando hacia arriba?
El razonamiento más lógico puede ser éste: porque allí arriba, en el cielo, había algo que había llamado la atención de cuantos campesinos o pastores se hallaban en esos momentos en la zona. Elemental...
¿Y qué podía haber en el cielo que llamase la atención de todos a un mismo tiempo y que, casi inmediatamente, les paralizase?
La respuesta, para mí, es fácil:
Una o varias naves. Las formidables y ya familiares «columnas de fuego», también llamadas la «gloria de Yavé» o «el ángel del Señor»...
En esta descripción, precisamente, cuyo origen se re- monta a casi 2000 años, surge ante mí una nueva prueba de la presencia de «astronautas» y de «vehículos siderales» en los tiempos bíblicos.
De tratarse de un simple relato literario —«más o menos fantástico», como dirían los teólogos—, ¿cómo es posible que el autor del mismo haya hecho una perfecta descrip- ción de lo que hoy y sólo hoy, 20 siglos después, interpre- tamos como una paralización física? ¿Y por qué ese autor iba a hacer coincidir la paralización general de hombres, ganado, pájaros, etc., con el gesto de los trabajadores «de mirar hacia lo alto»?
El caso podría guardar cierto parecido con otro supues- to. Imaginemos que el genial manco de Lepanto hubiera sido testigo del aterrizaje de un helicóptero, del que hu- bieran descendido varios pilotos con los emblemas y bande- ras de los Estados Unidos. Y que esos militares pertene- cieran al siglo xxi.
Sigamos suponiendo que Cervantes describiera la es- cena con todo lujo de detalles, aunque, naturalmente, aco-
modando lo que había visto a su lenguaje y conceptos, propios de una época en la que el ser humano todavía no podía volar.
Para nosotros, hombres del siglo xx, que no conocemos ni hemos descubierto aún la técnica para «viajar» al pasa- do o al futuro, la formidable descripción del helicóptero, de las banderas USA y de los pilotos nos llenaría de asom- bro, pero no admitiríamos el hecho como un aconteci- miento real.
Unos hablarían de casualidad. Otros de premonición, de profecía, de admirable «género literario»...
LA CUEVA, PERMANENTEMENTE ILUMINADA
Según el Evangelio apócrifo de Santiago, los «ángeles» debieron esperar quizá a que José se alejara de la cueva, donde acababa de entrar María, para —definitivamente— asistir al gran instante.
Mateo, en su texto, también apócrifo, viene a vivificar esta idea cuando dice:
3. Hacía un rato que José se había marchado en bus- ca de comadronas. Mas cuando llegó a la cueva, ya había alumbrado María al infante. Y dijo a ésta:
«Aquí te traigo dos parteras: Zelomí y Salomé. Pero se han quedado a la puerta de la cueva, no atreviéndose a entrar por el excesivo resplandor que la inunda.»
Creo que hemos llegado a otra fascinante interrogante:
¿Qué era, y sobre todo, de dónde provenía ese «excesivo resplandor» que inundaba la gruta?
Mateo, a la hora de describir la entrada de la Virgen en dicha cueva subterránea, pone especial cuidado en dejar bien sentado que el sol jamás había penetrado en la misma. Y por una razón fácil de comprender: porque aquella oquedad —posiblemente natural— estaba configurada de tal forma que la luz no podía llegar al interior.
«Mas, en el momento mismo en que entró María —con- tinúa Mateo— el recinto se inundó de resplandores y quedó todo refulgente, como si el sol estuviera allí dentro. Aquella luz divina dejó la cueva como si fuera el mediodía. Y mien- tras estuvo allí María, el resplandor no faltó ni de día ni de noche.»
También Santiago coincide con Mateo en tan enigmá- tica y potente luz:
Al llegar al lugar de la gruta se pararon (se refiere, como sabemos, a José y a la partera), y he aquí que ésta estaba sombreada por una nube luminosa. Y exclamó la partera:
«Mi alma ha sido engrandecida hoy, porque han visto mis ojos cosas increíbles, pues ha nacido la salvación de Israel.»
De repente —prosigue el Evangelio apócrifo— la nube empezó a retirarse de la gruta y brilló dentro una luz tan grande, que nuestros ojos no podían resistirla.
Ésta, por un momento, comenzó a disminuir hasta tanto que apareció el Niño...
Quizá la clave nos la da ya Santiago al referirse a esa «nube luminosa» que estaba sobre la boca de la cueva.
De nuevo aparece la «nube»...
Si analizamos el pasaje con detenimiento, notaremos que la «nube» en cuestión estaba «sombreando la gruta». Señal ésta —inequívoca— de que los hechos transcurrían a plena luz del día. De lo contrario, la «nube» no habría arrojado su sombra sobre tierra...
Sin embargo, el autor sagrado califica dicha «nube» como «luminosa». ¿Cómo podía ser si, generalmente, las «columnas» o «nubes» de fuego sólo aparecían durante la noche?
La posible explicación, para mí, surge con idéntica cla- ridad.
Si era efectivamente de día, el sol debía estar cayendo de plano sobre la nave. Los datos obtenidos hoy por la Ufología nos dicen que los ovnis observados a pleno sol brillan o espejean extraordinariamente. Su fuselaje, según la inmensa mayoría de los observadores, resplandece al sol como el acero inoxidable o como un metal muy pulido.
Ésta podría ser, quizá, una de las explicaciones.
También podía ocurrir, naturalmente, que la nave en sí estuviera emitiendo luz en esos momentos...
No sería el primer caso en la ya amplia casuística ovni.
Sea como fuere, lo importante es que la nave —sin duda con cierta forma de nube— se había colocado sobre la gruta. Pero, ¿por qué?
Al empezar a retirarse de la gruta —dice Santiago— los testigos pudieron contemplar cómo del interior de dicha cueva salía luz. Una luminosidad tan extremada que «nues- tros ojos no podían resistirla».
¡Cuántos casos he podido investigar hasta ahora en que los testigos del paso o aterrizaje de ovnis me han
Mientras María estuvo en el interior de la cueva, «el resplandor no faltó ni de día ni de noche». Así lo cuentan los Evangelios apócrifos.
hablado de «aquella formidable luz que despedía el objeto y que les permitía ver como si fuera de día...».
Decenas de personas me han repetido que la lumino- sidad era tan intensa que llegaba a herir sus ojos.
Y he aquí que —¿por casualidad?— dos escritores de hace casi dos mil años están señalando lo mismo.
El espectáculo debió ser tan fuera de serie para José y las parteras que, como afirma Mateo, éstas prefirieron quedarse en el exterior, por miedo a semejante resplandor.
Y supongo que José —aunque el autor sagrado no hace referencia a ello— también «tropezaría» con algún que otro problema a la hora de decidirse a traspasar la entrada de la gruta...
el parto
¿Cómo pudo ocurrir realmente el nacimiento de Jesús?
Ni los evangelistas «oficiales» ni los que nos dejaron los textos apócrifos aportan datos concretos como para esta- blecer la «mecánica» del mismo. Y la Iglesia, con un pru- dencial criterio, proporciona un sonado carpetazo al asun- to, dejándolo envuelto en el misterio. Otro más...
Yo, por mi parte, no me siento con fuerzas como para descender y bucear en dicho misterio.
Salvando las distancias, viene a ser como plantear a la Medicina actual cuáles pueden ser los sistemas o mecanis- mos clínico-quirúrgicos que imperarán en la especialidad ginecológica dentro de quinientos o mil años.
¿Qué madre del siglo xv hubiera imaginado que, cinco siglos más tarde, los dolorosos partos podrían practicar- se... sin dolor?
Una afirmación como ésta, hecha en pleno tiempo de la Inquisición, me hubiera conducido —sin remedio— a la hoguera.
¿Qué puedo suponer que ocurrió en aquellas horas tensas, en el interior de la gruta?
¿Por qué aquella nave espacial se había aproximado a la gruta? ¿Por qué el interior de la cueva se vio inun- dada de luz? ¿De dónde nacía aquella luminosidad?
Sólo una idea —casi un presentimiento— aletea en mi corazón: es posible que el «equipo» de «astronautas» —lle-
Y dicen los Evangelios apócrifos: «Al llegar al lugar de la gruta se pararon —José y la partera—, y he aquí que ésta estaba sombreada por una nube luminosa.»
gado el momento— hubiera descendido materialmente a tierra y entrado, incluso, en el lugar donde se encontraba la joven María. Y que —de alguna forma que ni siquie- ra podemos sospechar— contribuyeran o ayudaran en el parto.
¿Qué «técnicas» utilizaron en el alumbramiento? Es posible que ninguna. Es posible que el parto en sí fuera realmente «milagroso», en el más literal de los sentidos.
O es posible que Dios —una vez más— se sirviera de la más compleja y depurada Ciencia para hacer realidad el nacimiento de su «Enviado».
¿Cómo saberlo? ¿Cómo saber si María sufrió los mismos dolores que el resto de las mujeres?
En el apócrifo denominado Liber de infantia Salvatoris pude encontrar unos pasajes que arrojan un rayo de luz sobre la forma en que, quizá, se produjo el gran aconteci- miento:
...y la comadrona entró en la cueva. Se paró ante la presencia de María. Después que ésta consintió en ser examinada por espacio de horas, exclamó la comadrona y dijo a grandes voces:
«Misericordia, Señor y Dios grande, pues jamás se ha oído, ni se ha visto, ni ha podido caber en sospecha humana que unos pechos estén henchidos de leche y que a la vez un niño recién nacido esté denunciando la vir- ginidad de su madre. Virgen concibió, virgen ha dado a luz y continúa siendo virgen.»
70. Ante la tardanza de la comadrona, José penetró dentro de la cueva. Vino entonces aquélla a su encuentro y ambos salieron fuera, hallando a Simeón (uno de los hijos de José) de pie. Éste le preguntó:
«Señora, ¿qué es de la doncella?, ¿puede abrigar al- guna esperanza de vida?»
Dícele la comadrona:
«¿Qué es lo que dices, hombre? Siéntate y te contaré una cosa maravillosa.»
Y elevando sus ojos al cielo, dijo la comadrona con voz clara:
«Padre omnipotente, ¿cuál es el motivo de que me haya cabido en suerte presenciar tamaño milagro, que me llena de estupor?, ¿qué es lo que he hecho yo para ser digna dé ver tus santos misterios, de manera que hicieras venir a tu sierva en aquel preciso momento para ser testigo de las maravillas de tus bienes? Señor, ¿qué es lo que tengo que hacer?, ¿cómo podré narrar lo que mis ojos vieron?»
Dícele Simeón:
«Te ruego me des a conocer lo que has visto.»
Dícele la comadrona:
«No quedará esto oculto para ti, ya que es un asunto henchido de muchos bienes. Así pues, presta atención a mis palabras y retenías en tu corazón:
71. «Cuando hube entrado para examinar la doncella, la encontré con la faz vuelta hacia arriba, mirando al cielo y hablando consigo. Yo creo que estaba en oración y bendecía al Altísimo. Cuando hube, pues, llegado hasta ella, le dije:
»"Dime, hija, ¿no sientes por ventura alguna molestia o tienes algún miembro dolorido?" Mas ella continuaba inmóvil mirando al cielo, cual una sólida roca y como si nada oyese.
72.»En aquel momento se pararon todas las cosas, silenciosas y atemorizadas: los vientos dejaron de soplar; no se movió hoja alguna de los árboles, ni se oyó el rui- do de las aguas; los ríos quedaron inmóviles y el mar sin oleaje; callaron los manantiales de las aguas y cesó el eco de voces humanas. Reinaba un gran silencio. Has- ta el mismo polo abandonó desde aquel momento su vertiginoso curso. Las medidas de las horas habían ya casi pasado. Todas las cosas se habían abismado en el silencio, atemorizadas y estupefactas. Nosotros estába- mos esperando la llegada del Dios alto, la meta de los siglos.
73. «Cuando llegó, pues, la hora, salió al descubierto la virtud de Dios. Y la doncella, que estaba mirando fija- mente al cielo, quedó convertida en una viña, pues ya se iba adelantando el colmo de los bienes. Y en cuanto salió la luz, la doncella adoró a Aquel a quien reconoció haber ella misma alumbrado. El niño lanzaba de sí res- plandores, lo mismo que el sol. Estaba limpísimo y era gratísimo a la vista, pues sólo Él apareció como paz que apacigua todo...
«Aquella luz se multiplicó y oscureció con su resplan- dor el fulgor del sol, mientras que esta cueva se vio inundada de una intensa claridad...
74. «Yo, por mi parte, quedé llena de estupor y de admiración y el miedo se apoderó de mí, pues tenía fija mi vista en el intenso resplandor que despedía la luz que había nacido.
»Y esta luz fuese poco a poco condensando y tomando la forma de un niño, hasta que apareció un infante, como suelen ser los hombres al nacer.
»Yo entonces cobré valor: me incliné, le toqué, le le- vanté en mis manos con gran reverencia y me llené de espanto al ver que tenía el peso propio de un recién na- cido. Le examiné y vi que no estaba manchado lo más mínimo, sino que su cuerpo todo era nítido, como acon-
tece con la rociada del Dios Altísimo; era ligero de peso y radiante a la vista.
75....«Cuando tomé al infante —prosigue su explica- ción la comadrona— vi que tenía limpio el cuerpo, sin las manchas con que suelen nacer los hombres, y pensé para mis adentros que a lo mejor habían quedado otros fetos en la matriz de la doncella. Pues es cosa que suele acon- tecer a las mujeres en el parto, lo cual es causa de que corran peligro y desfallezcan de ánimo.
»Y al momento llamé a José y puse al niño en sus bra- zos. Me acerqué luego a la doncella, la toqué, y comprobé que no estaba manchada de sangre.
»¿Cómo lo referiré?, ¿qué diré? No atino. No sé cómo describir una claridad tan grande del Dios vivo...»
ningún resto de sangre
Prescindiendo de la multitud de exclamaciones, más o me- nos poéticas, de la comadrona —y que se deben sin duda al entusiasmo o fervor del autor sagrado— el texto en sí, suponiendo que recoja la verdad, aporta algunos detalles interesantes.
Por ejemplo, la partera queda lógicamente aterrorizada al comprobar cómo el niño y su madre están limpios de sangre y de aquellos flujos y humores propios en todo parto.
¿Cómo podía ser?
¿Cómo los pechos de María se encontraban ya repletos de leche, si prácticamente acababa de registrarse el alum- bramiento?
Y lo más curioso:
¿Por qué la comadrona habla de una «luz que, poco a poco, va condensándose y tomando la forma de un infante»?
El Evangelio apócrifo de Mateo, así como el de San- tiago, coinciden con este último en la falta de manchas de sangre, en los pechos henchidos de leche, y, por supuesto, en la virginidad de la joven. Y de nuevo bajo el «camuflaje» del milagro, surge otra interrogante, no menos sospe- chosa:
¿Qué sucedió realmente con la mano de una de las co-
madronas? ¿Por qué dice Mateo que quedó seca nada más tocar la vagina de María?
He aquí el texto de dicho apócrifo:
4. La otra comadrona, llamada Salomé, al oír que la madre seguía siendo virgen a pesar del parto, dijo:
«No creeré jamás lo que oigo, si yo misma en persona no lo compruebo.»
Y se acercó a María diciéndole:
«Déjame que palpe para ver si es verdad lo que acaba de decir Zelomi.» Asintió María, y Salomé extendió su mano, pero ésta quedó seca nada más tocar. Entonces la comadrona empezó a llorar vehementemente...
Santiago es más explícito y afirma que la mano de la partera quedó carbonizada.
¿Qué fue lo que pasó?
Sin querer me viene a la memoria un hecho igualmente misterioso, registrado precisamente en el instante de la resurrección de Jesús de Nazaret y que los técnicos de la NASA han demostrado recientemente como una formidable radiación, emitida por la totalidad del cadáver del Na- zareno.
Una energía o radiación desconocida por la técnica del hombre, pero que dejó impresa la huella de Jesús en la célebre Sábana Santa que se conserva en Turín.
¿Pudo ocurrir algo parecido en aquel momento, igual- mente decisivo, del nacimiento del «Enviado»? ¿Pudo aquella «luz» que vio la partera en el alumbramiento haber dejado algún tipo de radiación en el bajo vientre de María? ¿Fue esto lo que provocó accidentalmente la grave quemadura en la mano de la comadrona incrédula?
Me cuesta trabajo creer que fuera la «maldad» o la lógica duda de Salomé lo que provocó la carbonización de su mano...
Para aquélla y para todas las comadronas del mundo hubiera sido un acontecimiento singular comprobar con sus propios ojos cómo una mujer da a luz un bebé, con- serva intacta su virginidad y, sobre todo, no presenta manchas de sangre. Ni ella ni el niño.
Considero este último asunto como más importante que la conservación de la virginidad porque —según los criterios médicos actuales— resulta mucho más difícil esa insólita limpieza que la rotura del himen. Se han llegado a dar algunos casos de partos en los que la madre sigue conservando su virginidad. La razón nada tiene que ver
con hechos milagrosos o sobrenaturales. Simplemente, la naturaleza de dicho himen —que es la membrana que cierra el conducto vaginal y, por tanto, prueba evidente de virgini- dad— es lo suficientemente elástica o resistente como para dilatarse al máximo, permitiendo el paso del recién nacido. Una vez terminado el alumbramiento, dicho himen vuelve a sus dimensiones naturales. Y nadie diría que aquella mujer había sido madre.
Ignoro si fue éste el caso de María. Posiblemente no. Posiblemente, como digo, la «técnica» desplegada por el «equipo» fue tan perfecta, maravillosa y desconocida, tanto para los israelitas como para nosotros, que difícilmente podríamos asimilarla.
De lo que no cabe duda es de que los «astronautas» es- tuvieron nuevamente muy cerca.
Tan cerca como para proporcionar a aquella cueva sub- terránea la iluminación necesaria en un trance como aquél.
Tan cerca como para inmovilizar a cuantos seres vivos se encontraban en las proximidades.
Tan cerca —¿por qué no?— como para atender a la joven en el instante del parto. Es Mateo quien afirma en su Evangelio apócrifo:
«Finalmente, dio a luz un niño, a quien en el momento de nacer rodearon los ángeles...»
Tan cerca y tan pendientes de la seguridad del niño y de su madre como para que una «voz» dijera a Salomé la comadrona, cuando salía de la gruta:
«Salomé, Salomé, no digas las maravillas que has visto hasta tanto que el Niño esté en Jerusalén.»
Una medida muy prudente si tenemos en cuenta, como digo, la existencia del cruel Heredes y de los acontecimien- tos que estaban a punto de ocurrir con la llegada de los Magos...
Era normal que los «astronautas», que indudablemente debían sentirse satisfechos por el éxito de la llegada del «Enviado», no quisieran remover del lugar a María y José y al recién nacido, hasta tanto no hubieran transcurrido los hechos que, necesariamente, debían acontecer.
LOS GINECÓLOGOS NO SABEN QUÉ PENSAR
He consultado a prestigiosos médicos. Al concluir la lectura de estos apócrifos no quise quedarme ahí, en la pura es- peculación. Deseaba escuchar la voz de la Ciencia. ¿Qué puede aportar la medicina actual al subyugante misterio del parto de María?
Casi en su totalidad, los ginecólogos a quienes interro- gué me contemplaron con asombro. Tanto los creyentes como los indiferentes o ateos.
«¿Que cómo pudo ser el nacimiento de Jesús? Eso de- berías preguntárselo a los teólogos...» Pero, naturalmente, los exégetas no tienen respuesta. Cuando acudí a los más preclaros representantes del Magisterio de la Iglesia, se encogieron de hombros y con una sonrisa de benevolencia me aconsejaron que no me «metiera en estos líos».
Los médicos —mucho más humildes— sí trataron, al menos, de satisfacer algunas de las cuestiones que hervían en mi mente... Trataré de resumir las muchas horas de diá- logo con estos especialistas:
1. Prácticamente, la totalidad de los ginecólogos con- sultados respondieron afirmativamente a la posibilidad de que una mujer pueda concebir sin que por ello pierda su virginidad. Es difícil, pero no improbable.
2. La medicina actual no conoce, por ahora, otros mé- todos para fecundar el óvulo femenino que los estricta- mente naturales, así como la inseminación artificial, in vitro, y los experimentales de punción o estimulación aci- da o eléctrica del óvulo. Estos últimos, no obstante, no conducen a un desarrollo embrionario normal.
3. En cuanto a los partos, la ginecología de 1980 re- conoce y ha podido comprobar cómo en determinadas cir- cunstancias —no muy frecuentes— una mujer puede dar a luz y seguir conservando su virginidad. Todo depende de la elasticidad de la membrana que cierra el canal vagi- nal y que se denomina «himen».
4. Los médicos consideran que —excepción hecha de las operaciones llamadas «cesáreas»— cualquier embarazo normal tiene como única salida natural el canal vaginal. Cualquier parto que no se realizara por este método iría contra las leyes de la propia naturaleza.
5. Cabe la posibilidad —manifestaron los especialis- tas— que en determinados partos, en los que el periné cede
de forma natural y durante un tiempo prolongado, no se produzca derrame alguno de sangre.
Si en los partos de hoy en día se registran hemorragias o pérdidas normales de sangre se debe, fundamentalmente, a que, dada la celeridad con que se practican, es preciso rasgar los tejidos. En tiempos pasados —y sin las prisas que caracterizan a nuestros días— la preparación al parto podía durar hasta dos y tres días. Hace 40 o 50 años, por ejemplo, el parto en sí podía tener una duración normal de 10 a 12 horas. Hoy, y por razones que todos conocemos, los partos pueden durar entre 4 y 6 horas, por término medio.
Lo que ya resulta casi imposible es que el niño aparez- ca absolutamente limpio. Los líquidos y secreciones que lo cubren y protegen en el seno materno no son eliminados en el proceso del alumbramiento.
6. Un parto que se salga de estos límites sólo podría ser asimilado por el hombre en base a una ciencia o tec- nología superiores y actualmente ignoradas o por la vía del «milagro». Es decir, por encima de las leyes físicas na- turales conocidas.
tres «técnicas»... «milagrosas»
El juicio de la Medicina sobre el espinoso tema no puede ser más prudente.
Y en buena medida comparto esos criterios. Creo que un parto podrá ser considerado como «natural», siempre y cuando la criatura venga al mundo tal y como ha marca- do la naturaleza. Pero entiendo que éste no es el caso de Jesús. Los Evangelios coinciden en ello: el Hijo de Dios hecho hombre fue parido de forma misteriosa.
Y sin querer nos deslizamos nuevamente al origen del planteamiento:
¿Era un parto «milagroso» o «misterioso» porque las gentes sencillas de hace 20 siglos no estaban capacitadas para comprender técnicas quirúrgicas como las nuestras, por poner una comparación? ¿O fue un parto «sobrenatu- ral», en el sentido literal de la palabra? Es decir, un alum- bramiento «por encima de las leyes naturales»...
Por supuesto, no puedo contestar a semejante interro- gante. ¡Qué más quisiera yo...!
Sí haré otra cosa: Depositar en el corazón del lector una nueva incógnita. Y para ello me serviré de tres hechos rea- les y concretos:
Uno. Parece ser que en algunos centros hospitalarios de los Estados Unidos se trabaja en la investigación de un láser que podría sustituir en buena medida a la comadrona e incluso, al médico.
Si el descubrimiento prospera, no tardaremos mucho en ver en nuestros hospitales un láser especial que, en segun- dos, abre el vientre de la futura madre. El niño es extraí- do limpiamente y ese mismo rayo cierra y cauteriza la he- rida, ¡sin dejar cicatriz alguna! La operación puede durar menos de cinco minutos.
Dos. En muchas clínicas se utiliza ya la llamada «vigi- lancia electrónica». Fue la Maternidad Baudeloque, en Pa- rís, una de las primeras en utilizar este nuevo descubri- miento. Aunque la mortalidad infantil está disminuyendo en los países occidentales, no sucede lo mismo con los niños anormales. Cada vez hay más. Y parece ser que una de las causas primarias son los partos difíciles. Pues bien, median- te la «vigilancia electrónica», los médicos disponen de la necesaria información para saber «si el bebé puede o no su- frir antes y durante el parto». Para ello colocan sobre el vientre de la madre un pequeño aparato detector del que pende un cable electrónico, unido directamente a una má- quina registradora. Este ingenio se encuentra en una habi- tación contigua, donde médicos especialistas observan las bandas magnéticas, las gráficas, las pantallas y toda la in- formación que les viene a través del cable. Paso a paso y minuto a minuto, los médicos saben cómo va a desarrollar- se el parto.
La información más importante es la del ritmo cardía- co del feto. Si se comprueban síntomas de insuficiencia car- díaca, la intervención de los médicos puede ser decisiva para salvar la vida del pequeño.
Se sabía ya desde hace tiempo que el niño puede sufrir en el vientre de la madre, pero lo que no se conocían eran las causas ni la intensidad de ese sufrimiento.
Durante las contracciones de la madre, la circulación de la sangre en la placenta se para y el feto se queda mo- mentáneamente sin oxígeno. Si esta situación se prolonga unos segundos de más, el niño corre el peligro de sufrir una lesión cerebral irreversible. La experiencia llevada a
cabo con dos monas demostró que si esta situación —de- nominada «anoxia»— se prolonga durante seis minutos, las células del cerebro se destruyen totalmente, mientras que el corazón resiste perfectamente.
Este nuevo «robot» para la «vigilancia electrónica» pue- de remediar este grave riesgo. Y como estos problemas, los de la comprensión del cordón umbilical, RH, mala coloca- ción del bebé, etc.
Tres. En los países más avanzados se han instalado en hospitales y clínicas privadas sofisticados aparatos para el diagnóstico, mediante ultrasonidos, en obstetricia y gine- cología. Gracias a estos ultrasonidos,1 los ginecólogos pue- den «ver» en pantallas bidimensionales el desarrollo, posi- ción, anomalías y características del feto en todo momento.
Pues bien, a la vista de estos tres frentes concretos de la ginecología moderna, yo preguntaría al lector:
«¿Cómo hubieran sido calificadas estas técnicas y sis- temas científicos en las épocas de Abraham, Heredes el Grande, Carlomagno, santo Tomás de Aquino, Alfonso X el Sabio, Cal vino o Benedicto XV?
¿Se hubiera hablado de «milagro», de «misterio» o de «intervención sobrenatural»?...
¿UN CAMBIO TRIDIMENSIONAL INSTANTÁNEO?
¿Cómo reaccionaríamos nosotros si un grupo de científicos de la Tierra anunciara al mundo el descubrimiento de los «cambios tridimensionales» a voluntad?
No hace mucho pude estudiar un informe de los supues- tos habitantes de un planeta supuestamente ubicado en las inmediaciones de la estrella «Wolf 424», a unos 14 años-luz de la Tierra. Se trataba, como ya habrán adivinado los se- guidores de la Ufología, de «Ummo».
En ese «informe», y al hablar de cómo hacen desapare- cer sus naves, dicen textualmente:
«Un observador que se encuentre a una distancia no ex- cesiva, puede observar la aparente "aniquilación" instantá-
1. Los ultrasonidos son ondas de naturaleza mecánica cuya frecuen- cia se halla por encima de los limites de la audición. Es decir, superior a los 18.000 Herz (Hz).
nea de una astronave de este tipo visualizada por él.2 Dos pueden ser los motivos de esa pseudodesaparición:
»Como hemos reiterado en páginas precedentes, en el instante en que todos los "ibozoo uu" (modelo de entidad física elemental) correspondientes al recinto limitado por la "itooaa" (zona exterior envolvente de sus naves) cambian de "ejes" (dimensión) en el marco tridimensional en que está situado el observador, toda la masa integrada en di- cho recinto deja de poseer existencia física. No es que tal
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